viernes, 8 de noviembre de 2013

EL LADO OSCURO DEL AMOR de Rafik Schami


¿Y tú crees en serio que nuestro amor tiene alguna posibilidad? Farid no lo peguntaba para recordar a Rana la sangrienta enemistad que enfrentaba a sus familias, sino porque se sentía desdichado y no veía esperanza alguna.


Década de los sesenta. En Damasco el joven Farid conoce a la hermosa e inteligente Rana. La atracción mutua es irresistible, pero, para su desgracia, pertenecen a familias cristianas que se odian a muerte: los Mushtak (católicos) y los Shahin (de tradición greco-ortodoxa).
Desde el primer momento, la relación entre los jóvenes se convierte en un desafío inaceptable a la ley de los clanes rivales, un amor condenado a la clandestinidad y el exilio. La suerte de los amantes a lo largo de varias décadas concita una nutrida galería de personajes difíciles de olvidar.

Los hombres de la Brigada Criminal hallaron en la cesta a un hombre con el cuello roto. En el bolsillo del pijama llevaba un trozo de papel grisáceo que rezaba: "Bulos ha traicionado a nuestra sociedad secreta".

Como formidable marco de esta historia está Damasco, ciudad misteriosa y fascinante, que palpita en estas páginas a través de una visión íntima pero certera de una cultura marcada por las convulsiones políticas y religiosas, y de un mundo en el que el valor del individuo queda relegado ante el poder omnipresente de la familia.

Un cálido viento barría desde el sur la calle Bin Assaker. El día aún no se había despojado de su máscara gris. Tras los muros de la ciudad vieja, Damasco despertaba a regañadientes como una niña mimada.

Tesela a tesela, Schami ha compuesto un impresionante mosaico de Oriente Próximo, desde el fin del imperio Otomano hasta nuestros días, un panorama de enfrentamientos y revueltas, tramas secretas y dictaduras que abarca desde Siria al Líbano, pasando por la diáspora en Arabia, Europa y América.

Y ahora escribo la frase para la que llevo décadas trabajando: "Esta es la última tesela de mi historia. Se encuentra en la zona inferior izquierda del mosaico (...) Ahora, voy a levantarme y tomarme un café para celebrarlo. Desde mañana, al despertar sólo pensaré en Damasco.


RAFIK SCHAMI
Nació en el barrio cristiano de Damasco en 1946. En 1971 tuvo que exiliarse y se estableció en Alemania, donde se doctoró en Ciencias Químicas por la Universidad de Heidelberg. Desde 1982 se dedica exclusivamente a la literatura, siendo en la actualidad un autor de reconocido prestigio en el panorama de las letras germanas.

El lado oscuro del amor
Autor: Rafik Schami
Editorial: Salamandra



miércoles, 6 de noviembre de 2013

EL COLLAR DE LA PALOMA de Ibn Hazm



Tawq al-hamāma o El collar de la paloma.

Se trata de un libro de reflexiones sobre la verdadera esencia del amor, intentando descubrir lo que tiene de común e inmutable a través de los siglos y las civilizaciones de influencia neoplatónica, que fue llamado "Amor udri", incluyendo detalles autobiográficos y documentales. Constituye también un diwan, o antología poética de tema amoroso, pues está empedrado de composiciones elegantes y refinadas.


Cuando mis ojos ven a alguien vestido de rojo,
mi corazón se rompe y desgarra de pena.
¡Es que ella con su mirada hiere y desangra a los hombres
y pienso que el vestido está empapado y empurpurado con esa sangre!






El insomnio es otro de los accidentes de los amantes. Los poetas han sido profusos en describirlo; suelen decir que son los “apacentadores de estrellas”, y se lamentan de lo larga que es la noche. Acerca de este asunto yo he dicho, hablando de la guarda del secreto de amor y de cómo trasparece por ciertas señales:



Las nubes han tomado lecciones de mis ojos
y todo lo anegan en lluvia pertinaz,
que esta noche, por tu culpa, llora conmigo
y viene a distraerme en mi insomnio
. Si las tinieblas no hubieren de acabar
hasta que se cerraran mis párpados en el sueño,
no habría manera de llegar a ver el día,
y el desvelo aumentaría por instantes.
Los luceros, cuyo fulgor ocultan las nubes
a la mirada de los ojos humanos,
son como ese amor tuyo que encubro, delicia mía,
y que tampoco es visible más que en hipótesis…….





El llanto es otra señal de amor; pero en esto no todas las personas son iguales. Hay quien tiene prontas las lágrimas y caudalosas las pupilas: sus ojos le responden y su llanto se le presenta en cuanto quiere. Hay; en cambio, quien tiene los ojos secos y faltos de lágrimas.

Indicio del pesar son el fuego que abrasa el corazón
y las lágrimas que se derraman y corren por las mejillas,
aunque el amante cele el secreto de su pecho,
las lágrimas de sus ojos lo publican y lo declaran.
Cuando los párpados dejan fluir sus fuentes,
es que en el corazón hay un doloroso tormento de amor…...






 
ABU MUHAMMAD ALI IBN AHMAD IBN SAID IBN HAZM AL ANDALUSI AL ZAHIR nació en Córdoba el 7 de noviembre de 994. La familia de Ibn Hazm era originaria de la kûra de Lebla (actual provincia de Huelva).

Realizó una intensa actividad política. Fue visir del califa Abderramán V, y a consecuencia de intrigas palaciegas estuvo en la cárcel en varias ocasiones y sufrió un breve destierro. Abandonó la actividad política para dedicarse a sus estudios de teología y derecho. Debió exiliarse en diferentes taifas de Al Andalus tras la crisis del califato, exilio que le llevó a recorrer varias taifas: Sevilla, invitado por Al Mutadid o la taifa de Mallorca. La célebre quema pública de sus libros en Sevilla le inspiró un conocido poema que dice: 

"Dejad de prender fuego a pergaminos y papeles,
y mostrad vuestra ciencia para que se vea quien es el que sabe.
Y es que aunque queméis el papel
nunca quemaréis lo que contiene,
puesto que en mi interior lo llevo,
viaja siempre conmigo cuando cabalgo,
conmigo duerme cuando descanso,
y en mi tumba será enterrado luego"

Vivió en el barrio de los altos funcionarios palatinos, contiguo al alcázar de al-Zâhyra. Parece que incluso entraba con frecuencia a ver a Al-Mansûr, que al parecer era muy amigo de los niños. Todo ello lo atestigua su íntimo amigo Abu Amir Ibn Suhayd, hijo de otro empleado de palacio.Probablemente el niño Ibn Hazm tendría alguna vez fortuna y disfrutaría de la intimidad de aquel complejo ser que era Al-Mansûr, más humano y accesible, por tantas razones, que el hierático y exagüe Califa a quien había suplantado.

A temprana edad, se asomaría Ibn Hazm, con musulmana precocidad, al mundo, es decir, a los primeros amoríos con las esclavas de su casa y de su familia, a leer todo lo divino y lo humano, a frecuentar los cursos de los más célebres profesores de la capital del Califato, andalusí, desde los más ascéticos a los de más osadas ideas, y a trabar, en fin, con todos los jóvenes de su edad relaciones, afectos y amistades, algunas de éstas –a la moda árabe-andaluza y sin que queramos dar a entender más de lo que decimos- harto estrechas y ambiguas.

El desencadenamiento de la guerra civil vinieron a turbar radicalmente y casi a helar en flor la refinada y tranquila existencia de los jóvenes estetas cordobeses

El destronamiento de Haksam II y la ascensión al trono de Mwhammad Al Mahdi iba a poner término a la formula oficial de Ahmâd ibn Hazm, que fue destituido, y hubo de dejar el asolado barrio de Al Zahyra para retornar a los abandonados lares de Balât Mugît. Debió, sin embargo, de vivir tramquilo y aún de conservar cierto prestigio, pues en el mismo año de 1009, lo vemos asistir como testigo a la estupenda farsa del entierro de un falso Haksam II. Cuando el 23 julio 1010 fue asesinado Al Mahdi, tras su segundo reinado, y entronizado de nuevo Haksam II, parecía que la familia de los Banû Hazm habría de volver a su antiguo predicamento. No fue así, sin embargo, sino al revés: el complejo juego de la política y la cauta conducta seguida hasta entonces indispusieron a Ahmad con el nuevo valido, el general eslavo Wâdih, que lo persiguió, encarceló y confiscó sus bienes. La familia entonces, rotas ya las pocas amarras ‘âmaríes subsistentes, se hizo legitimista rabiosa y participó en un complot antieslavo que fracasó y produjo a Ahmad nuevos sinsabores.

Seguramente víctima de ellos murió Ahmâd en el 22 junio 1012 cuando Ibn Hazam contaba dieciocho años, todavía no cumplidos, en plena desgracia de su familia. Pero aún quedaban las peores catástrofes. A fines de mayo de 1013 la capital del Califato se rendía a los bereberes; Sulay-mân al-Mustaîn entraba de nuevo en ella como Califa, y comenzaba, para durar dos meses, el feroz saco de Córdoba, con incendios, matanzas, asesinatos y destrucciones sin venir a cuento. La casa de Ibn Hazm en Balât Mugît quedó del todo arruinada, como nos cuenta en una célebre página del Collar, e Ibn Hazam hubo de emigrar a Almería el 13 julio de 1013.
Poco les duró mucho e nuevo y agradable asilo que supieron hallar en el pueblecito de Aznalcázar (que tal vez no es, como se ha querido, el actual de ese nombre, cerca de Sanlúcar, sino otro por tierras de Málaga o Murcia) y es que, habiendo oído hablar de que en tierras valencianas había surgido un nuevo pretendiente omeya que formaba un ejército dispuesto a avanzar contra los hammûdíes y decidido a restaurar la unidad del Califato, ambos conspiradores mozos, es decir, Ibn Hazm y su compañero, no duraron un momento tomar pasaje en una nave que los condujera al Levante.
Como se sabe, los beréberes atacaron fieramente al ejército asaltante, sus soldados quedaron fugitivos, exterminados o prisioneros. Entre este último grupo debió de figurar Ibn Hazm, que, según nos informa en el Collar, había ido previamente –seguro que a hurtadillas y para gestiones políticas- a Córdoba en febrero-marzo de 1019.

Tras el cautiverio beréber, Ibn Hazm se retiró a Játiva..Y en Játiva fue donde, probablemente hacia el año 1022, a instancias de un amigo, que primero le escribió y luego fue a verlo en persona desde Almería, escribió el Collar de la paloma, contando unos veintiocho años.
Vuelve la restauración omeya a Córdoba en el año 1023, de manos de Abd al Rahman al Mustazhir e Ibn Hazm regresa a Córdoba, donde es nombrado visir junto con su amigo Ibn Suhayd y su primo Abd al Wahhab ibn Hazm. Este gobierno, emula o supera en brevedad a los anteriores y termina en apenas un mes El 17 de enero 1024, Ibn Hazm paró de nuevo en la cárcel.

Al salir de prisión, el desengañado ministro renunció de modo definitivo a la ciencia jurídica-teológica, por la que siempre se había interesado, aún en medio de los innumerables azares de su carrera. Pero lo único a que no pudo renunciar, porque lo llevaba en la sangre, es al espíritu de inconformismo, de originalidad y de audacia revolucionaria que siempre presidio su vida.

Cuando se prohibió la enseñanza Ibn Hazm escribió: ”Ppuesto que así lo quieren, seré un sabio perseguido” y se consagró en pleno a la ciencia. Desde entonces se empieza a saber menos de él.

Aún teniendo en cuenta la avanzada edad que alcanzó, verdaderamente asombra la labor que en todos los terrenos de la especulación intelectual musulmana realizó Ibn Hazm, con esfuerzo tan solitario e insolidario como gigantesco.

Bastará decir que entre esas obras –y sin contar el juvenil Collar de la paloma- figuran algunas de primerísima importancia en la ciencia musulmana de todas las épocas, y alguna de tal aliento y ambición que sólo en la Europa del siglo XIX ha podido encontrar paralelo.

Murió en Montíjar (Huelva), el 15 de agosto de 1063.
 
 

martes, 5 de noviembre de 2013

LAS RUINAS CIRCULARES - J.L. Borges





Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.

El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.

Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.

A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.

Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.

Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.

En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.

El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.

Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer -y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.

Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.

El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.

     

lunes, 4 de noviembre de 2013

SIRIA. EL TEATRO DE BOSRA



El Conde MackLeor en su libro sobre Siria afirma: “se construyó en la época romana, en el siglo II, sin ninguna duda”.
Se considera uno de los pocos teatros antiguos que logró resistir a los desastres naturales. La magnitud de su construcción y la fuerza de su arquitectura han sido capaces de otorgar a la ciudad de Bosra la inmortalidad. Es el único teatro completo en todo el mundo que conserva la mayoría de sus partes.
El graderío está tallado en basalto y todas sus partes están completas, así como el escenario, decorado con un mihrab y unas grandes puertas.
El edificio está coronado por una galería techada con la forma conocida en los estadios romanos, pero esta galería superior, que era la única dedicada a las mujeres, ha desaparecido totalmente.
Clirmon Gavo piensa que se construyó sobre la ciudadela de la época nabatea. El graderío está construido al modo helenístico, puesto que sus extremos se extienden a más de un semicírculo. Sus muros se elevan a veintidós metros y está rodeado por puertas a nivel del suelo y ventanas, algunas abiertas y otras cerradas.
El graderío tiene una capacidad para más de diez mil espectadores. Está dividido en tres partes, separadas por medio de pasillos a los cuales se abren las puertas preparadas para la entrada y salida de los espectadores. La primera parte se compone de catorce escaleras, la segunda de dieciocho y la tercera de cinco. Es probable que hubiera asientos de madera bajo la galería superior apoyada en columnas dóricas, pero estas butacas se sustituyeron por otras de piedra que sirvieron de barreras entre las distintas partes del graderío.
El foso de los músicos conserva su pavimento original, se utilizaba para realizar ritos paganos en las fiestas y ocasiones determinadas, así como para que se sentaran los músicos en las representaciones.
El escenario tiene cuarenta y cinco metros y medio de ancho y ocho de profundidad. Su suelo era de madera y se apoyaba sobre bases cuadradas de piedra que permitían que los apuntadores se sentaran debajo.
Entraban a su lugar por una puerta construida en el pasillo posterior, situado detrás de la fachada del teatro. Esta fachada estaba decorada con tres pisos de columnas corintias talladas y con mihrabs cerrados, preparados para contener estatuas. Las columnas tenían bases y capiteles de mármol, pero su fuste era de caliza. El techo superior del teatro era de madera.
Detrás del muro del teatro se hizo un corredor de dos pisos. El bajo, preparado para que esperaran los actores que tenían que entrar por él al escenario, a través de tres puertas elevadas, y dos puertas laterales que tenían encima cuatro tablas por las partes este y oeste. A ellas se accedía por una escalera posterior que daba al corredor de atrás y a la parte más ancha del teatro.
También los restos que se encuentran en su lugar nos indican que las tablas estaban decoradas con formas y dibujos pintados con colores en su muro interior.
La fachada del teatro estaba revestida de placas de mármol que la cubría toda.
Sobre las dos entradas preparadas para que los músicos entraran se puso una plataforma donde se sentaban los miembros del jurado.
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Los lugares arqueológicos de Bosra por Dureid Miqdad. se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.












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Fotografías por Carmen Dorado Vedia se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.