Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la
canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie
ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las
infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña,
donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la
lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin
apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes
y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un
tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de
la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que
la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El
forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin
asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no
por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese
templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles
incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo
propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata
obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable
de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron
que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban
su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla
dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.
El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí
sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e
imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de
su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de
su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo
inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de
los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades
frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su
cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.
Al principio, los sueños eran caóticos; poco después,
fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un
anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos
taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos
siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El
hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros
escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si
adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su
condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en
el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se
dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una
inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.
A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura
que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su
doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable.
Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a
individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las
tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el
amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo
alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados
que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca
eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones
particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino.
El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana
luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había
soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se
abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la
cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo
rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado
unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi
perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.
Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente
y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer
un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior:
mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara.
Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme
alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo.
Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había
malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo
logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese
período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de
la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río,
adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre
poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.
Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño
cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo;
con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo
percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a
observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde
muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar
con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo
satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón,
invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos
principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo
innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un
mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche
tras noche, el hombre lo soñaba dormido.
En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo
Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán
de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una
tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera
valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se
arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e
imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó
viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos
criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple
dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y
en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente
animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego
mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una
vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas
pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel
edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.
El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que
finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto
del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la
necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También
rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión
de que ya todo eso había acontecido... En general, sus días eran felices; al
cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente:
El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.
Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez
le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en
la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió
con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer -y tal vez impaciente.
Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos
blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes
(para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre
como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.
Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los
crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal
vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas
circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los
hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo
ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida
estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un
tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros
en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero
le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego
y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que
de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que
su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por
atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera
de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la
proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo!
A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una
mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de
aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches
secretas.
El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo
prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota
nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que
tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que
herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias.
Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del
dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago
vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó
refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su
vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos
no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin
combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también
era una apariencia, que otro estaba soñándolo.
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