Corría
el año 175 a. C. cuando uno de los descendientes del quebradizo reino de
Alejandro el Grande, el entonces rey de Siria, Antíoco IV, decidió añadir a su
nombre el adjetivo de Epífanes, es decir “dios manifestado en la carne”, de lo
cual naturalmente, estaba convencido.
Para
justificar su propósito, emprendió obras grandiosas que demostraran su
divinidad e impuso el culto a su persona en todos los pueblos que estaban
sometidos a él.
Pero,
como siempre sucede en estos casos, al poco tiempo, la sabiduría popular cambió
el adjetivo a Epímanes, que en el griego clásico se traduce por “fuera de sí”,
y aquel rey terminó en la frustrada y extensa lista de megalómanos que la
Historia ha conocido.
Sin
embargo, y sin que él lo sospechara quizás, poco después vendría uno que desde
las condiciones más humildes –nacido en una cueva, acostado en un pesebre, con
peregrinos y pastores por compañeros– sería aquello que el ingenuo Antíoco
hubiera deseado: ahora sí lo invisible, lo omnipotente, lo inconmensurable e
inefable se manifestaban en la pequeñez de un niño recién nacido en los
márgenes de la sociedad de su tiempo.
Según la tradición cristiana, tras el nacimiento de Jesús de Nazaret acudieron desde países extranjeros tres magos para rendirle homenaje y entregarle unos regalos de gran riqueza simbólica: oro, incienso y mirra.
La
palabra «mago»,
proviene del elamita ma-ku-ish-ti, que ―pasando por
el persa ma-gu-u-sha
y por el acadio ma-gu-shu―
llegó al griego como μαγός (magós, plural: μαγοι,
magoi) y de ahí al latín
magi, /mágui/ (cf. magister, /maguíster/) de donde llegó al español.
Eran los miembros de la casta sacerdotal medo-persa de la época aqueménide y durante todo el reinado de Darío el Medo (521-486 a.C).
La
figura católica de los Reyes Magos tiene su origen en los relatos del nacimiento de Jesús, algunos, fueron integrados de los evangelios canónicos que hoy conforman el Nuevo testamento
de la Biblia.
Concretamente el Evangelio de Mateo es la única fuente
bíblica que menciona a unos magos
(aunque no especifica los nombres, el número ni el título de reyes) quienes,
tras seguir una supuesta estrella, buscan al «rey de los judíos que ha
nacido» en Jerusalén, guiándoles dicha estrella hasta Jesús nacido en Belén,
y a quien ofrecen ofrendas de oro,
incienso
y mirra.
Las
tradiciones antiguas que no fueron recogidas en la Biblia ―como
por ejemplo el llamado Evangelio del Pseudo Tomás (o Evangelios de la infancia (de Tomás))
del siglo II― son sin embargo más ricas en detalles. En ese mismo evangelio apócrifo se dice que tenían algún
vínculo familiar, y también que llegaron con tres legiones de soldados: una de
Persia, otra de Babilonia y otra de Asia.
Con
respecto a los nombres de los reyes (Melchor, Gaspar y Baltasar) las primeras referencias parecen
remontarse al siglo V
a través de dos textos, el primero titulado Excerpta latina bárbari, en
el que son llamados Melichior, Gathaspa y Bithisarea. Een otro evangelio apócrifo, el Evangelio armenio
de la infancia, donde se les llama Balthazar, Melkon y Gaspard. Los
nombres son además diferentes según la tradición siríaca.
Sea como fuere, la noche de reyes es una noche especial, mágica, de ilusión compartida por grandes y pequeños, de nervios, de pocas horas de sueño.
Yo recuerdo las de mi infancia. Antes de que se impusiera el señor de barba blanca y vestido de rojo, todos los niños soñábamos con la noche de reyes.
Vivívamos, entonces, en una casa con un jardín enorme delante. Esa tarde venían a merendar mis primos para a continuación salir al jardín y allí (bien abrigados) observar el cielo hasta que caía la noche. Alguno de nosotros, incluso, llegó a ver entre las estrellas a los tres reyes magos...
¡¡¡Felices Reyes a todos!!!
Felices Reyes 2014
ResponderEliminarAy , que bello Carmen! Si, la magia existe si sonamos y no dejamos nunca de hacerlo.
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