domingo, 15 de septiembre de 2013

SIRIA / PALMIRA



Cómo describir Palmira sin caer en el exceso. Difícil, muy difícil, porque en sí la ciudad antigua, donde reinó Zenobia, es excesiva. Son excesivas sus ruinas, su luz, su historia.
Las extensas y bellísimas ruinas de la antigua ciudad caravanera despiertan en el viajero la inspiración, cautivan y evocan.
En un oasis de palmeras y columnas color oro, en pleno desierto sirio, Palmira constituye un símbolo perfecto del poder y la riqueza, así como de su efímera hegemonía.
Descubiertas a finales del siglo XVII por dos comerciantes ingleses de Alepo, no se iniciaron los trabajos de recuperación sistemática hasta 1924.
Durante los siglos de abandono Palmira albergó a comunidades de beduinos que se cobijaron en sus ruinas.
Emplazada en el corazón del desierto sirio se la describe, a menudo, como la novia del desierto. Rodeada de un oasis y un gran palmeral hizo que fuese el paso ideal para las caravanas que se movían entre Mesopotamia y el Mediterráneo, siendo el lugar donde se negociaba el comercio de la seda.
El apogeo de esta metrópoli del desierto, conocida por los locales como Tadmor (del arameo) que significa ciudad prodigiosa, coincidió con el reinado de Zenobia durante el siglo II de nuestra era.
Tras el asesinato, en extrañas circunstancias, de su marido el rey, Zenobia ciñó la corona, convirtiéndose en una de las figuras femeninas más atractivas de la historia antigua. Mujer inteligente y políglota (hablaba el palmiriano, el griego y el egipcio) atractiva y ambiciosa, fue capaz de competir con Roma y Persia.
Tenía amplios conocimientos en política, filosofía y teología e hizo de Palmira la capital de Oriente. Vencida por Aureliano (año 272) fue llevada a Roma donde acabó tranquilamente sus días.
Aunque Diocleciano expandió la ciudad para albergar a más legiones contra los ataques de los persas sasánidas, Palmira nunca llego a recuperar su gloria. En el año 634 fue tomada por los musulmanes y en 1089 completamente destruida por un terremoto.
En el libro “Las ruinas de Palmira” del historiador y filósofo francés Conde de Volney (1757-1820) describe con maestría la fascinación que ejerce en el viajero el hallazgo de los pétreos despojos de esta pequeña civilización que surgió de las arenas:
Llegué a la ciudad de Homs, a orillas de Orontes; y hallándome cerca de la de Palmira, situada en el desierto, quise conocer sus tan ponderados monumentos; y habiendo, después de tres días de camino por áridos yermos, atravesado un valle lleno de cavernas y sepulcros, al salir de él a deshora, vi en la llanura el más pasmoso espectáculo de ruinas: innumerable muchedumbre de soberbias columnas en pie, que como las calles de nuestras alamedas, se prolongaban hasta perderse de vista en simétricas hileras. (…) Después de tres cuartos de hora de camino siguiendo estas ruinas entré en el recinto de un vasto edificio, que fue antiguamente un templo consagrado al dios Sol (…)

Las veces que visitamos Palmira llegamos al atardecer cuando el sol iniciaba su marcha hacia poniente. El cielo estaba diáfano, el aire sereno y sosegado, la escasa luz del día templaba las tinieblas que poco a poco se apoderaban de un espacio infinito. Antes de que las sombras crecieran, antes de que nuestras miradas dejaran de distinguir los blanquecinos fantasmas de columnas, iniciamos la subida hacia la fortaleza de Fekher Eddin Al-Maani.
Por la estrecha carretera que la circunda avanzamos contra reloj, a un lado vamos dejando las tumbas verticales, al otro, la nada. Culmina nuestra subida al pie del castillo justo en el momento en el que el sol declina.
Atravesamos el foso, excavado en la misma cumbre de la montaña, por un puente de madera renqueante. Cruzamos el portalón y nos instalamos en una de las terrazas del castillo para, desde allí, contemplar un panorama extraordinario.
Palmira o Tadmor se yergue a nuestros pies con su oasis de palmeras.
Las ruinas reverberan iniciando una danza sinuosa, como resistiéndose a la oscuridad que las ciñe.  





La calle de las columnas (vía principal de Palmira) de mil cien metros que se extiende de sureste hacia el noroeste nos lleva de la mano en nuestro recorrido visual. En color oro (por la luz del ocaso) de trazado irregular, pues según crecía la ciudad en importancia iba ampliándose. 





En medio el complejo del Tetrapilote resulta majestuoso. Cuatro pilotes de gran tamaño formado cada uno de ellos  por cuatro columnas de granito egipcio que sostienen cuatro plataformas donde se exhibían las estatuas de los dioses locales. 







Al fondo el Arco del Triunfo con sus tres puertas principales decoradas con grabados y altorrelieves despiden al día. 










A su lado el templo de Nebo con su patio rodeado de arcos que dejan paso al altar destinado a los sacrificios. 














A la izquierda los baños de Zenobia de las que se conserva la piscina de la sección tibia y parte de la sección caliente, así como las cuatro columnas monolíticas de granito. 







 

Avanzamos con la vista y localizamos, en el centro de la ciudad, junto al Mercado el Anfiteatro, aunque de pequeñas dimensiones merece la pena hacer una parada, sentarse en las gradas y contemplar la belleza de la fachada del escenario adornada con grabados geométricos y nichos.














Un edificio al oeste del anfiteatro nos llama la atención, es el Ágora. De forma rectangular lo más destacado es su Salón de Banquetes (en el Museo de Palmira se expone una tablilla de arcilla sellada a modo de invitación). Anexo al ágora se encuentra la Corte Aduanera, donde las caravanas pagaban los distintos tributos según las mercancías que portaban.
Una de las puertas del ágora llamada de los senadores conducía, precisamente al pequeño senado de Palmira.

Al final de la vía principal existe una construcción muy peculiar llamada casa de los muertos que es un cementerio, pero con la forma de una mansión. De ella se conservan la fachada principal, sus columnas y el sótano, donde se pueden ver varios sepulcros de personajes importantes de Palmira.
En este punto la vía de las columnas difiere un pequeño ángulo que termina en una plaza oval, donde se encontraba una de las puertas de Palmira. 


En esta plaza, donde apreciamos los restos de una muralla, se encontraba el campamento de Diocleciano. Al lado del campamento ya desdibujado por la creciente oscuridad se vislumbra el Templo de la diosa Al-lat. De forma rectangular las dos estatuas de mármol de su entrada se encuentran en el Museo de Palmira.




Al fondo distinguimos los perfiles del majestuoso Templo de Bel.
Abandonamos la fortaleza e iniciamos el descenso. Es de noche. Le pedimos al conductor que nos lleve hasta el Arco del Triunfo. No podemos resistir la atracción que sentimos por el conjunto de la ciudad antigua y decidimos dar un paseo antes de volver al hotel.
La noche se une al hechizo envolvente de sus doradas ruinas. ¿Qué misterios esconden? El silencio nos envuelve, nos rodea, tan solo roto por el ruido de las motos que utilizan los beduinos (los dromedarios los dejan para los turistas), que cruzan la Vía principal, tomando un atajo para llegar a la ciudad nueva. Paseamos entre tinieblas. 





Las columnas, iluminadas por focos situados en sus bases, inician una danza inesperada, sensual. Nos sentamos sobre unas piedras y aspiramos el olor profundo de los dátiles, dejándonos llevar por la ensoñación.








Volvemos al hotel, situado en el Oasis. Al apearnos del coche escuchamos música y vemos que frente a nosotros, los beduinos están celebrando una fiesta a la que decidimos unirnos. Nos reciben en la jaima obsequiándonos con zumos y tras las habituales palabras de cortesía disponen, en el suelo, una bandeja de comida típica de la zona. Algunos chiquillos nos rodean. Los más atrevidos se sientan con nosotros hasta que llega la madre y se los lleva. Tras la cena nos invitan a café, un café fuerte aromatizado con cardamomo, y a dulces de pistachos y dátiles. Un anciano nos cuenta una leyenda sobre el desierto, y de cómo y por qué las tribus se instalaron en él. Es una leyenda preciosa que anoto para utilizarla en alguno de mis cuentos.
Cuando nos retiramos, salen a despedirnos deseándonos una feliz estancia.

Ya en la habitación del hotel ponemos el despertador al amanecer, pues desde la suite Sherezade queremos ver la salida del sol colándose por las ruinas del Templo de Baal Shamin. Templo construido en el año 130 después de Cristo (según se menciona en los grabados encontrados) sobre otro templo más antiguo. Es un pequeño altar en medio de un amplio espacio con una sola puerta del lado Este, la cual lleva a un pasillo con seis columnas. Detrás del altar se encuentran tres nichos con relieves de plantas y formas geométricas. Además el Templo cuenta con tres patios rodeados de columnas talladas. Después descubriríamos que Baal Shamin, diosa de los cielos, las lluvias y las tormentas era la segunda deidad en importancia de Palmira.





Hace una mañana espléndida y antes de que haga más calor bajamos hasta la entrada del Templo de Bel, cuya construcción se inició en el año 19 después de Cristo. Los elementos de este Templo son típicos de la región, aunque con claras influencias griegas y romanas. El conjunto es majestuoso y está muy bien conservado. Las torres que lo rodean eran minaretes construidos en la época mameluca (siglo XII después de Cristo).

Llama la atención su entrada principal ya que está en uno de los laterales del templo y no está centrada con respecto al conjunto. A la entrada del altar podemos ver un dintel con grabados de plantas y frutas locales. Sus paredes también están adornadas con dibujos de viñedos, pinos, palmeras, etc., en señal de abundancia y prosperidad.






Ya en el interior nos encontramos con el nicho Sur (en dirección a La Meca) con su techo adornado con una gran rosa rodeada de flores en forma geométrica. A ambos lados del mismo hay dos escaleras de caracol que llevan hasta las torres (los minaretes que he mencionado antes).

En el dintel del nicho Norte se encuentra el emblema del dios Bel (representado por un águila en vuelo con sus alas abiertas). En el techo está representado el cielo nocturno y las estrellas). A su alrededor están todos los símbolos zodiacales y cargan la media cúpula celestial cuatro águilas inclinadas.
Si nos giramos hacia el Oeste vemos en su muro los restos de los frescos bizantinos con representaciones de santos (el templo se convirtió en iglesia bajo el imperio de Bizancio).
En la parte trasera del templo vimos las ruinas de varias casas. 




Salimos de allí, con la sensación de haber retrocedido en el tiempo para dirigirnos hacia el Valle de las Tumbas. Adentrado en la colina Um Al-Belquis (nombre de la reina de Saba), a un kilómetro escaso, en medio de un paisaje inquietante y desolador nos encontramos con tres tipos de tumbas construidas en los tres primeros siglos de nuestra era. 




Algunas de estas tumbas, conocidas como las Tumbas Verticales, fueron tumbas colectivas que llegaron a albergar hasta quinientos cuerpos. Este tipo de edificios es único de Palmira. Las altas torres están formadas por sillares de gran tamaño con ventanas adornadas de esculturas. En un primer momento y debido a su aspecto se pensó que se trataban de las torres de iglesias cristianas. Los interiores de algunas de las tumbas se ramifican en pasillos que se hunden en la montaña.


La más famosa y mejor conservada es Tumba Vertical de Elahbel. Construida en el año 103 por orden de Saki Maani Makimo Elabel. Está formada por varios niveles y un sótano en los cuales se encuentran los restos de la noble familia Elabel. El nivel de la avenida donde se encuentra tiene tres columnas hermosas con grabados y varias estatuas de miembros de esta familia.
La Tumba de Kithoth se cree que es el edificio más antiguo de Palmira. Su construcción se ha datado en el siglo I antes de Cristo y su forma es muy primitiva. Es curioso que siendo la más arcaica sea la única que conserva en su fachada un grupo escultórico. Su arco está adornado por una cenefa semicircular con un motivo de parras en bajorrelieve y por su abertura se asoman los cuerpos (sin cabeza) petrificados de los propietarios del mausoleo.
Desde allí la visión que percibe el viajero es de una soledad absoluta, parece un paisaje lunar.
Nos adentramos hacia poniente por el Valle de las Tumbas y vemos un muro de sillares derrumbados que va enlazando los montes. Son los restos de la antigua muralla que cerraba el valle, separándole del desierto. 
Al otro lado de la colina se alzan las otras tumbas, llamadas las tumbas de sudoeste.
Allí se encuentra la Tumba de los Tres Hermanos. Famosa por sus elaborados frescos. Está formado por un pasillo subterráneo abierto que llega hasta un portón de piedra en cuyo dintel está escrito (en la lengua palmirense) los nombres de los tres hermanos: Mali, Saadavi y Neemay. Ricos mercaderes que mandaron construir el santuario hacia el año 44 después de Cristo. Tiene forma de T y en cada uno de sus tres pasillos se encuentran seis tumbas talladas en la roca, cubiertas (según la tradición de Palmira) por una tapa de piedra tallada con la estatua acostada del difunto.
Otra de las tumbas que se pueden visitar y que no decepciona es el Sepulcro de la familia Artaban, modelo de tumba palmirense, donde se conservan, en su lugar original, las estatuas de los miembros de la familia Artaban, en especial el sarcófago que se encuentra al final del pasillo y en el que están representados varios miembros de la misma. Estos relieves representaban la personalidad o el alma de la persona enterrada y formaron parte de la decoración.


Además de las anteriores existe Otro sepulcro que no hay que dejar de ver la tumba de Bolfa y Bulha, restaurada hacia el año dos mil cinco y que se encuentra en perfecto estado de conservación. Lo más llamativo es su puerta de piedra adornada con grabados muy bellos.
Cerca de allí, en la carretera de Homs, se podían ver las fuentes termales de donde manaba agua sulfurosa. Bautizado con el nombre semítico de Efqa (salida) se accedía a ellas a través de unas escaleras talladas en la roca.
En 2009 los arqueólogos de trabajan en las excavaciones de Palmira encontraron los restos de una iglesia de mil doscientos años de antigüedad. Es la más grande de las descubiertas en Siria. Su base de cuarenta y siete por veintisiete metros, rodeada de columnas de seis metros de altura sustentaban el techo de madera. Además contaba con un pequeño anfiteatro en el patio de la iglesia.

Bajo el radiante azul del cielo de Palmira contrastado por el color dorado de sus monumentos caminamos hasta el Oasis. Allí vemos olivos, palmeras datileras (se nos acerca un chaval y nos ofrece una bolsa con dátiles que cambiamos por monedas) y granados. Están distribuidos en huertos separados por muros de adobe, entre los que se ramifican los caminos de acceso, distinguimos restos de fustes, sillares, capiteles, todo semioculto bajo montones de tierra.  pilar, una columna, etc.

Es una constante en Siria. Pasear entre olivos, naranjos, almendros y encontrar de repente un arco, un













Nos dirigimos hacia la ciudad nueva con el propósito de visitar el Museo. Allí a la entrada se encuentra una maqueta del templo de Bel en su planteamiento original. También admiramos los rostros de los antiguos palmirenses, sus joyas, peinados, ropas y calzados. Las esculturas, aunque hieráticas, representan escenas de la vida cotidiana (banquetes, celebraciones, etc.). En el jardín exterior se conservan, en buen estado, algunos sarcófagos con toda la familia del difunto reunida para el banquete funerario, en primer lugar el padre y la madre medio recostados en un lujoso diván (al estilo etrusco) con los hijos detrás de ellos,  de pie.
Nos damos la vuelta y vemos que un impresionante y amenazador león nos vigila. Nos acercamos y vemos que entre sus garras tiene atrapado a un ónix. La escultura ha sido reconstruida después de encontrarla junto al Templo de Al-Lat, por lo que se supone que constituía parte de su entrada. También vemos la inscripción que rezaba en su entrada “Al-Lat bendiga a quien no derrame sangre contra el templo”.
Abandonamos el Museo y nos adentramos en la ciudad nueva buscando un lugar donde comer.
Atardece y vemos cómo los rayos del sol se van colando entre las columnas, mientras los pastores (algunos de ellos niños) inician el retiro con sus cabras u ovejas recorriendo la vía principal hasta salir por el Arco del Triunfo. Y como en la noche anterior empiezan a surgir, de entre las ruinas, los beduinos con sus motos.
Bajo un cielo estrellado la luna hace su aparición proyectando una tenue claridad fantasmal cargada de aceradas sombras sobre un escenario de ensueño sumido en la penumbra.
Las ruinas de Palmira, oasis de oro y mármol, se sumergen poco a poco en una silente oscuridad y alcanzan así cada noche una segunda muerte. (www.fotoaleph.com)

(…) Estas paredes donde reina un mustio silencio, donde sin cesar resonaba el estrépito de las músicas y las voces de fiesta y alegría; (…) Aquí se veía la afluencia de un pueblo crecido, aquí una industria generadora de placeres convocaba las riquezas de todos los climas; permutábase la púrpura de Tiro con las preciosas hebras de la Sérica, las blandas telas de Cachemira con los soberbios tapices de Lidia; con las perlas y aromas de Arabia, el ámbar del Báltico y el oro de Ofir con el estaño de Tule (…)
“Las ruinas de Palmira” Conde de Volney 


 
Con nuestro conductor Mohammed Moselli (un buen hombre)






Visitamos en dos ocasiones Palmira y la última al abandonarla sentimos una punzada en el corazón. 

La novia del desierto nos cautivó, nos conquistó y con la promesa de volver pronto dejamos atrás esta ciudad de leyenda.

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Palmira por Carmen Dorado Vedia se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.














 















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