Cómo describir Palmira sin caer en el
exceso. Difícil, muy difícil, porque en sí la ciudad antigua, donde reinó
Zenobia, es excesiva. Son excesivas sus ruinas, su luz, su historia.
Las extensas y bellísimas ruinas de la
antigua ciudad caravanera despiertan en el viajero la inspiración, cautivan y
evocan.
En un oasis de palmeras y columnas
color oro, en pleno desierto sirio, Palmira constituye un símbolo perfecto del
poder y la riqueza, así como de su efímera hegemonía.
Descubiertas a finales del siglo XVII
por dos comerciantes ingleses de Alepo, no se iniciaron los trabajos de
recuperación sistemática hasta 1924.
Durante los siglos de abandono Palmira
albergó a comunidades de beduinos que se cobijaron en sus ruinas.
Emplazada en el corazón del desierto
sirio se la describe, a menudo, como la novia del desierto. Rodeada de un oasis
y un gran palmeral hizo que fuese el paso ideal para las caravanas que se
movían entre Mesopotamia y el Mediterráneo, siendo el lugar donde se negociaba
el comercio de la seda.
El apogeo de esta metrópoli del
desierto, conocida por los locales como Tadmor (del arameo) que significa
ciudad prodigiosa, coincidió con el reinado de Zenobia durante el siglo II de
nuestra era.
Tras el asesinato, en extrañas
circunstancias, de su marido el rey, Zenobia ciñó la corona, convirtiéndose en
una de las figuras femeninas más atractivas de la historia antigua. Mujer
inteligente y políglota (hablaba el palmiriano, el griego y el egipcio)
atractiva y ambiciosa, fue capaz de competir con Roma y Persia.
Tenía amplios conocimientos en
política, filosofía y teología e hizo de Palmira la capital de Oriente. Vencida
por Aureliano (año 272) fue llevada a Roma donde acabó tranquilamente sus días.
Aunque Diocleciano expandió la ciudad
para albergar a más legiones contra los ataques de los persas sasánidas,
Palmira nunca llego a recuperar su gloria. En el año 634 fue tomada por los
musulmanes y en 1089 completamente destruida por un terremoto.
En el libro “Las ruinas de Palmira” del historiador y filósofo francés Conde de Volney (1757-1820) describe
con maestría la fascinación que ejerce en el viajero el hallazgo de los pétreos
despojos de esta pequeña civilización que surgió de las arenas:
Llegué
a la ciudad de Homs, a orillas de Orontes; y hallándome cerca de la de Palmira,
situada en el desierto, quise conocer sus tan ponderados monumentos; y
habiendo, después de tres días de camino por áridos yermos, atravesado un valle
lleno de cavernas y sepulcros, al salir de él a deshora, vi en la llanura el más
pasmoso espectáculo de ruinas: innumerable muchedumbre de soberbias columnas en
pie, que como las calles de nuestras alamedas, se prolongaban hasta perderse de
vista en simétricas hileras. (…) Después de tres cuartos de hora de camino
siguiendo estas ruinas entré en el recinto
de un vasto edificio, que fue antiguamente un templo consagrado al dios Sol (…)
Las veces que visitamos Palmira
llegamos al atardecer cuando el sol iniciaba su marcha hacia poniente. El cielo
estaba diáfano, el aire sereno y sosegado, la escasa luz del día templaba las
tinieblas que poco a poco se apoderaban de un espacio infinito. Antes de que
las sombras crecieran, antes de que nuestras miradas dejaran de distinguir los
blanquecinos fantasmas de columnas, iniciamos la subida hacia la fortaleza de Fekher Eddin Al-Maani.
Por la estrecha carretera que la
circunda avanzamos contra reloj, a un lado vamos dejando las tumbas verticales,
al otro, la nada. Culmina nuestra subida al pie del castillo justo en el
momento en el que el sol declina.
Atravesamos el foso, excavado en la
misma cumbre de la montaña, por un puente de madera renqueante. Cruzamos el
portalón y nos instalamos en una de las terrazas del castillo para, desde allí,
contemplar un panorama extraordinario.
Palmira o Tadmor se yergue a nuestros
pies con su oasis de palmeras.
Las ruinas reverberan iniciando una
danza sinuosa, como resistiéndose a la oscuridad que las ciñe.
La calle de las columnas (vía principal de Palmira) de mil cien metros que se extiende de
sureste hacia el noroeste nos lleva de la mano en nuestro recorrido visual. En
color oro (por la luz del ocaso) de trazado irregular, pues según crecía la
ciudad en importancia iba ampliándose.
En medio el complejo del Tetrapilote
resulta majestuoso. Cuatro pilotes de gran tamaño formado cada uno de
ellos por cuatro columnas de granito
egipcio que sostienen cuatro plataformas donde se exhibían las estatuas de los
dioses locales.
Al fondo el Arco del Triunfo con sus tres puertas principales
decoradas con grabados y altorrelieves despiden al día.
A su lado el templo de Nebo con su patio rodeado de arcos que dejan paso al altar destinado
a los sacrificios.
A la izquierda los baños de Zenobia de las que se conserva la piscina de
la sección tibia y parte de la sección caliente, así como las cuatro columnas
monolíticas de granito.
Avanzamos con la vista y localizamos,
en el centro de la ciudad, junto al Mercado el Anfiteatro, aunque de pequeñas dimensiones
merece la pena hacer una parada, sentarse en las gradas y contemplar la belleza
de la fachada del escenario adornada con grabados geométricos y nichos.
Un edificio al oeste del anfiteatro
nos llama la atención, es el Ágora. De forma rectangular lo más
destacado es su Salón de Banquetes (en el Museo de Palmira se expone una
tablilla de arcilla sellada a modo de invitación). Anexo al ágora se encuentra la Corte Aduanera, donde las caravanas pagaban los
distintos tributos según las mercancías que portaban.
Una de las puertas del ágora llamada
de los senadores conducía, precisamente al pequeño senado de Palmira.
Al final de la vía principal existe
una construcción muy peculiar llamada casa de los muertos que es un cementerio, pero con la
forma de una mansión. De ella se conservan la fachada principal, sus columnas y
el sótano, donde se pueden ver varios sepulcros de personajes importantes de
Palmira.
En este punto la vía de las columnas
difiere un pequeño ángulo que termina en una plaza oval, donde se encontraba
una de las puertas de Palmira.
En esta plaza, donde apreciamos los restos de
una muralla, se encontraba el campamento de Diocleciano. Al lado del campamento ya
desdibujado por la creciente oscuridad se vislumbra el Templo de la diosa Al-lat. De forma rectangular las dos estatuas de mármol de su entrada
se encuentran en el Museo de Palmira.
Al fondo distinguimos los perfiles del
majestuoso Templo de Bel.
Abandonamos la fortaleza e iniciamos
el descenso. Es de noche. Le pedimos al conductor que nos lleve hasta el Arco
del Triunfo. No podemos resistir la atracción que sentimos por el conjunto de
la ciudad antigua y decidimos dar un paseo antes de volver al hotel.
La noche se une al hechizo envolvente
de sus doradas ruinas. ¿Qué misterios esconden? El silencio nos envuelve, nos
rodea, tan solo roto por el ruido de las motos que utilizan los beduinos (los
dromedarios los dejan para los turistas), que cruzan la Vía principal, tomando un
atajo para llegar a la ciudad nueva. Paseamos entre tinieblas.
Las columnas,
iluminadas por focos situados en sus bases, inician una danza inesperada, sensual.
Nos sentamos sobre unas piedras y aspiramos el olor profundo de los dátiles,
dejándonos llevar por la ensoñación.
Volvemos al hotel, situado en el Oasis.
Al apearnos del coche escuchamos música y vemos que frente a nosotros, los
beduinos están celebrando una fiesta a la que decidimos unirnos. Nos reciben en
la jaima obsequiándonos con zumos y tras las habituales palabras de cortesía
disponen, en el suelo, una bandeja de comida típica de la zona. Algunos
chiquillos nos rodean. Los más atrevidos se sientan con nosotros hasta que
llega la madre y se los lleva. Tras la cena nos invitan a café, un café fuerte
aromatizado con cardamomo, y a dulces de pistachos y dátiles. Un anciano nos
cuenta una leyenda sobre el desierto, y de cómo y por qué las tribus se instalaron
en él. Es una leyenda preciosa que anoto para utilizarla en alguno de mis
cuentos.
Cuando nos retiramos, salen a
despedirnos deseándonos una feliz estancia.
Ya en la habitación del hotel ponemos
el despertador al amanecer, pues desde la suite Sherezade queremos ver la
salida del sol colándose por las ruinas del Templo de Baal Shamin. Templo construido en el año 130
después de Cristo (según se menciona en los grabados encontrados) sobre otro
templo más antiguo. Es un pequeño altar en medio de un amplio espacio con una
sola puerta del lado Este, la cual lleva a un pasillo con seis columnas. Detrás
del altar se encuentran tres nichos con relieves de plantas y formas
geométricas. Además el Templo cuenta con tres patios rodeados de columnas
talladas. Después descubriríamos que Baal Shamin, diosa de los cielos, las
lluvias y las tormentas era la segunda deidad en importancia de Palmira.
Hace una mañana espléndida y antes de
que haga más calor bajamos hasta la entrada del Templo de Bel, cuya construcción se inició en el
año 19 después de Cristo. Los elementos de este Templo son típicos de la
región, aunque con claras influencias griegas y romanas. El conjunto es
majestuoso y está muy bien conservado. Las torres que lo rodean eran minaretes
construidos en la época mameluca (siglo XII después de Cristo).
Llama la atención su entrada principal
ya que está en uno de los laterales del templo y no está centrada con respecto
al conjunto. A la entrada del altar podemos ver un dintel con grabados de
plantas y frutas locales. Sus paredes también están adornadas con dibujos de
viñedos, pinos, palmeras, etc., en señal de abundancia y prosperidad.
Ya en el interior nos encontramos con
el nicho Sur (en dirección a La
Meca) con su techo adornado con una gran rosa rodeada de
flores en forma geométrica. A ambos lados del mismo hay dos escaleras de
caracol que llevan hasta las torres (los minaretes que he mencionado antes).
En el dintel del nicho Norte se
encuentra el emblema del dios Bel (representado por un águila en vuelo con sus
alas abiertas). En el techo está representado el cielo nocturno y las
estrellas). A su alrededor están todos los símbolos zodiacales y cargan la
media cúpula celestial cuatro águilas inclinadas.
Si nos giramos hacia el Oeste vemos en
su muro los restos de los frescos bizantinos con representaciones de santos (el
templo se convirtió en iglesia bajo el imperio de Bizancio).
En la parte trasera del templo vimos
las ruinas de varias casas.
Salimos de allí, con la sensación de
haber retrocedido en el tiempo para dirigirnos hacia el Valle de las Tumbas. Adentrado en la colina Um Al-Belquis (nombre de la reina de
Saba), a un kilómetro escaso, en medio de un paisaje inquietante y desolador
nos encontramos con tres tipos de tumbas construidas en los tres primeros
siglos de nuestra era.
Algunas de estas tumbas, conocidas como las Tumbas Verticales, fueron tumbas colectivas que llegaron a albergar hasta
quinientos cuerpos. Este tipo de edificios es único de Palmira. Las altas
torres están formadas por sillares de gran tamaño con ventanas adornadas de
esculturas. En un primer momento y debido a su aspecto se pensó que se trataban
de las torres de iglesias cristianas. Los interiores de algunas de las tumbas
se ramifican en pasillos que se hunden en la montaña.
La más famosa y mejor conservada es Tumba Vertical de Elahbel. Construida en el año 103 por orden de Saki Maani Makimo
Elabel. Está formada por varios niveles y un sótano en los cuales se encuentran
los restos de la noble familia Elabel. El nivel de la avenida donde se
encuentra tiene tres columnas hermosas con grabados y varias estatuas de
miembros de esta familia.
La Tumba de Kithoth
se cree que es el edificio más antiguo de Palmira. Su construcción se ha datado
en el siglo I antes de Cristo y su forma es muy primitiva. Es curioso que
siendo la más arcaica sea la única que conserva en su fachada un grupo
escultórico. Su arco está adornado por una cenefa semicircular con un motivo de
parras en bajorrelieve y por su abertura se asoman los cuerpos (sin cabeza)
petrificados de los propietarios del mausoleo.
Desde allí la visión que percibe el
viajero es de una soledad absoluta, parece un paisaje lunar.
Nos adentramos hacia poniente por el
Valle de las Tumbas y vemos un muro de sillares derrumbados que va enlazando
los montes. Son los restos de la antigua muralla que cerraba el valle,
separándole del desierto.
Al otro lado de la colina se alzan las
otras tumbas, llamadas las tumbas de sudoeste.
Allí se encuentra la Tumba de los Tres Hermanos. Famosa por sus elaborados frescos.
Está formado por un pasillo subterráneo abierto que llega hasta un portón de
piedra en cuyo dintel está escrito (en la lengua palmirense) los nombres de los
tres hermanos: Mali, Saadavi y Neemay. Ricos mercaderes que mandaron construir el
santuario hacia el año 44 después de Cristo. Tiene forma de T y en cada uno de
sus tres pasillos se encuentran seis tumbas talladas en la roca, cubiertas
(según la tradición de Palmira) por una tapa de piedra tallada con la estatua
acostada del difunto.
Otra de las tumbas que se pueden
visitar y que no decepciona es el Sepulcro de la familia Artaban, modelo de tumba palmirense, donde se
conservan, en su lugar original, las estatuas de los miembros de la familia
Artaban, en especial el sarcófago que se encuentra al final del pasillo y en el
que están representados varios miembros de la misma. Estos relieves
representaban la personalidad o el alma de la persona enterrada y formaron
parte de la decoración.
Además de las anteriores existe Otro sepulcro
que no hay que dejar de ver la tumba de Bolfa y Bulha, restaurada hacia el año dos mil
cinco y que se encuentra en perfecto estado de conservación. Lo más llamativo
es su puerta de piedra adornada con grabados muy bellos.
Cerca de allí, en la carretera de
Homs, se podían ver las fuentes termales de donde manaba agua sulfurosa.
Bautizado con el nombre semítico de Efqa (salida) se accedía a ellas a través
de unas escaleras talladas en la roca.
En 2009 los arqueólogos de trabajan en
las excavaciones de Palmira encontraron los restos de una iglesia de mil
doscientos años de antigüedad. Es la más grande de las descubiertas en Siria.
Su base de cuarenta y siete por veintisiete metros, rodeada de columnas de seis
metros de altura sustentaban el techo de madera. Además contaba con un pequeño
anfiteatro en el patio de la iglesia.
Bajo el radiante azul del cielo de
Palmira contrastado por el color dorado de sus monumentos caminamos hasta el Oasis.
Allí vemos olivos, palmeras datileras (se nos acerca un chaval y nos ofrece una
bolsa con dátiles que cambiamos por monedas) y granados. Están distribuidos en
huertos separados por muros de adobe, entre los que se ramifican los caminos de
acceso, distinguimos restos de fustes, sillares, capiteles, todo semioculto
bajo montones de tierra. pilar, una columna, etc.
Nos dirigimos hacia la ciudad nueva
con el propósito de visitar el Museo. Allí a la entrada se encuentra una
maqueta del templo de Bel en su planteamiento original. También admiramos los
rostros de los antiguos palmirenses, sus joyas, peinados, ropas y calzados. Las
esculturas, aunque hieráticas, representan escenas de la vida cotidiana
(banquetes, celebraciones, etc.). En el jardín exterior se conservan, en buen
estado, algunos sarcófagos con toda la familia del difunto reunida para el
banquete funerario, en primer lugar el padre y la madre medio recostados en un
lujoso diván (al estilo etrusco) con los hijos detrás de ellos, de pie.
Nos damos la vuelta y vemos que un
impresionante y amenazador león nos vigila. Nos acercamos y vemos que entre sus
garras tiene atrapado a un ónix. La escultura ha sido reconstruida después de
encontrarla junto al Templo de Al-Lat, por lo que se supone que constituía
parte de su entrada. También vemos la inscripción que rezaba en su entrada
“Al-Lat bendiga a quien no derrame sangre contra el templo”.
Abandonamos el Museo y nos adentramos
en la ciudad nueva buscando un lugar donde comer.
Atardece y vemos cómo los rayos del
sol se van colando entre las columnas, mientras los pastores (algunos de ellos
niños) inician el retiro con sus cabras u ovejas recorriendo la vía principal
hasta salir por el Arco del Triunfo. Y como en la noche anterior empiezan a
surgir, de entre las ruinas, los beduinos con sus motos.
Bajo
un cielo estrellado la luna hace su aparición proyectando una tenue claridad
fantasmal cargada de aceradas sombras sobre un escenario de ensueño sumido en
la penumbra.
Las
ruinas de Palmira, oasis de oro y mármol, se sumergen poco a poco en una
silente oscuridad y alcanzan así cada noche una segunda muerte. (www.fotoaleph.com)
(…)
Estas paredes donde reina un mustio silencio, donde sin cesar resonaba el
estrépito de las músicas y las voces de fiesta y alegría; (…) Aquí se veía la
afluencia de un pueblo crecido, aquí una industria generadora de placeres
convocaba las riquezas de todos los climas; permutábase la púrpura de Tiro con
las preciosas hebras de la
Sérica, las blandas telas de Cachemira con los soberbios
tapices de Lidia; con las perlas y aromas de Arabia, el ámbar del Báltico y el
oro de Ofir con el estaño de Tule (…)
“Las ruinas de Palmira” Conde de Volney
Visitamos
en dos ocasiones Palmira y la última al abandonarla sentimos una
punzada en el corazón.
La novia del desierto nos cautivó, nos conquistó y con la promesa de volver pronto dejamos atrás esta ciudad de leyenda.
Palmira por Carmen Dorado Vedia se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
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