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ace trescientos años, la fría mañana de
febrero en que Bagdad cayó en manos de los mongoles y fue despiadadamente
saqueada, las mundialmente famosas bibliotecas de dicha ciudad contenían
veintidós libros, en su mayor parte Sagrados Coranes, escritos por Ibn Şakir, el más famoso y magistral calígrafo no sólo del mundo árabe
sino de todo el orbe musulmán a pesar de su juventud.
Como estaba convencido de que aquellos
libros existirían hasta el Día del Juicio, Ibn
Şakir vivía con una idea profunda e infinita del tiempo. Había trabajado
heroicamente toda una noche a la luz temblorosa de los candelabros en el último
de aquellos libros legendarios, que pocos días después serían rotos,
destrozados, quemados y arrojados al Tigris uno a uno por los soldados del jakán
mongol Hulagu, de tal manera que hoy no sabemos nada de ellos.
Los maestros calígrafos árabes, fieles a la
tradición y a la idea de la inmortalidad de los libros, tenían una manera de
descansar la vista para luchar contra la ceguera a la que recurrían desde hacía
cinco siglos: dar la espalda al sol naciente y mirar hacia el oeste, hacia el
horizonte.
Así pues, en la frescura de aquella mañana,
Ibn Şakir subió al alminar de la Mezquita Califal y vio desde el balcón lo que iba
a acabar con toda una tradición de escritura que perduraba desde hacía
quinientos años. Primero vio la entrada en Bagdad de los crueles soldados
de Hulagu pero permaneció en el alminar. Vio cómo se saqueaba y se destruía la
ciudad, cómo se pasaba por la espada a cientos de miles de personas, cómo
mataban al último de los califas del Islam, que habían gobernado Bagdad desde
hacía quinientos años, cómo se violaba a las mujeres, cómo se quemaban las
bibliotecas y cómo decenas de miles de libros eran arrojados al Tigris.
Dos días después, en medio del hedor de los
cadáveres y de los gritos de agonía, mientras contemplaba la corriente del
Tigris, que ahora fluía rojo a causa de la tinta de los libros que habían
arrojado con su hermosa caligrafía y que ahora habían desaparecido no habían servido
para detener aquella terrible masacre y destrucción y juró que nunca más
volvería a escribir. Más aún, se le ocurrió que sólo podría expresar el dolor y
la catástrofe de que había sido testigo mediante el arte de la pintura, al que
hasta ese día había despreciado y considerado una rebelión contra Dios, y pintó
todo lo que había visto desde el alminar en el papel del que nunca se separaba.
A ese milagro feliz posterior a la invasión
mongola le debemos la fuerza de la que gozó la pintura islámica durante
trescientos años y lo que la separa de la de los paganos y los cristianos: que
el mundo se pinte con un dolor sincero y trazando la línea del horizonte desde
lo alto, desde donde Dios lo contempla. Y además, a que Ibn Şakir, con el
corazón resuelto y sus dibujos en la mano se dirigiera después de la matanza
hacia el norte, en la dirección por la que habían venido los ejércitos
mongoles, y aprendiera pintura de los maestros chinos…
Así pues, se comprende
que la idea del tiempo infinito que había yacido en el corazón de los
calígrafos árabes durante quinientos años se haría realidad, no en la
escritura, sino en la pintura. La prueba es que los libros, los volúmenes,
pueden ser destrozados y desaparecer pero las páginas ilustradas que contienen
se introducen en otros libros, en otros volúmenes, y siguen viviendo hasta el
infinito mostrándonos el universo de Dios.
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