lunes, 6 de octubre de 2014

SEFARDÍES / 1



Arrojados de España por impía
persecución, conservan todavía
la llave de una casa de Toledo.
Libres ahora de esperanza y miedo,
miran la llave al declinar el día;
en el bronce hay ayeres, lejanía,
cansado brillo y sufrimiento quedo.
JORGE LUIS BORGES 

Llamamos sefardíes a los descendientes de los judíos españoles expulsados de la Península Ibérica a finales de la Edad Media, que en su exilio se asentaron en diversos países de Europa, en el Norte de África y en las tierras del Oriente Mediterráneo que formaron parte del Imperio Otomano. Allí constituyeron comunidades judías, en muchas de las cuales se sigue hablando español.



Sefarad (en alfabeto hebreo, ספרד) es un topónimo bíblico que la tradición judía ha identificado con España —de ahí que en lengua hebrea sea la palabra que se utiliza para referirse a España—. Al parecer la identificación de Sefarad con la península ibérica no se produjo en la Edad Media, sino después de la expulsión de los judíos de España en 1492. De Sefarad toman su nombre los sefardíes, descendientes de los judíos originarios de España y Portugal.

El nombre de Sefarad se menciona en la profecía de Abdías (versículo 20) como uno de los lugares donde habitaban deportados de Jerusalén. Parece que la alusión bíblica se refiere a la antigua Sardis (ciudad de Asia Menor) pero que la tradición judía (a partir del siglo VIII de nuestra era) tendió a identificar Sefarad con el extremo occidental del mundo conocido: la península ibérica.

En 1492 los Reyes Católicos decretaron la expulsión de los judíos españolres, que en su mayoría partieron para el exilio y fueron a asentarse en distintos puntos de Europa, del Norte de África y del entonces pujante imperio turco. Los expulsados se llamaban a sí mismos Sefardíes y buena parte de sus descendientes mantuvieron, generación tras generación durante cinco siglos, la lengua española y una cultura de raigambre hispánica.

Mucho se ha escrito y se ha dicho sobre ellos en España. En el tratamiento del tema sefardí han abundado la desinformación y la ignorancia de la situación de los judíos de origen hispano, cuando no han entrado en juego interpretaciones tendenciosas. 

Consecuencia de ello ha sido la propagación de una serie de tópicos sobre los sefardíes; tópicos que se barajan sin cesar y que impiden no pocas veces y a no pocas personas acceder a un conocimiento real y veraz de esa parcela de la cultura hispánica: la que cultivaron, con sus peculiaridades específicas, los judíos españoles en el exilio.

De todos es sabido que los judíos vivieron en la península ibérica desde tiempos muy remotos. Diversas leyendas fijan la fecha de asentamiento de los primeros judíos en la época de Nabucodonosor (siglo VI a. J.C.), en la que se supone que los huidos o cautivados a raíz de la destrucción del primer templo de Jerusalén pasarían su exilio o su cautiverio en la península; tradiciones más osadas remontan la llegada de los primeros judíos nada menos que a la época de Salomón (siglo X a J.C.), suponiendo que arribarían a las costas mediterráneas con los comerciantes fenicios.

Estas hipótesis carecen de valor histórico; no son sino leyendas que se forjaron en la Al-Andalus del siglo X, en un momento en que la judería peninsular vivía una época de singular esplendor. 

Sin embargo, cabe suponer que desde antiguo se asentarían judíos en los puertos comerciales de la costa mediterránea y que otros vendrían refugiados en el siglo I de nuestra era, a raíz de la destrucción del segundo Templo de Jerusalén. 

En el siglo IV, cuando se celebró el Concilio de Elvira, la población judía de la península era ya notable y convivía intensamente con la cristiana. En el citado concilio se prohibieron no solo los matrimonios mixtos, sino ciertas prácticas que debían de ser habituales e indican a las claras la intensa convivencia de las dos religiones: se prohibió (por ejemplo) que judíos y cristianos celebrasen banquetes juntos y que los judíos bendijesen los campos y las cosechas de los cristianos.

Los sucesivos concilios de Toledo promulgaron medidas contra los judíos en las que siete u ocho siglos después se inspirarían aún los reinos cristianos para dictar disposiciones contra sus súbditos hebreos. El rey Sisebuto promulgó una ley por la cual los judíos habían de convertirse o abandonar el reino: sería éste el primer precedente en la península del problema de los conversos.

No es de extrañar que, al producirse la invasión musulmana, los vejados israelitas acogieran con simpatía a los nuevos pobladores. Quienes, por otra parte, no sólo toleraron la práctica de su religión y de sus usos y costumbres, sino que les confiaron en ocasiones la defensa de plazas como Granada, Córdoba, Sevilla o Toledo.

En el califato cordobés el elemento judío fue cobrando cada vez más preponderancia, hasta alcanzar su gran momento en el siglo X, durante el cual no solo florecieron las ciencias y las letras hebreas (como el gramático Menahem ben Saruc o el poeta Dunás ben Labrat) sino que lograron la mayor influencia política en la figura de Hasday ben Saprut (secretario de Abd al-Rahman III, conocido como Abderramán).

Al desmembrarse el califato (siglo XI) a causa de las guerras civiles, siguió habiendo judíos en los reinos de taifas.  La situación cambia radicalmente a finales del siglo XI con la llegada de los almorávides y almohades, cuyo integrismo religioso provocó un éxodo masivo de judíos hacia los reinos cristianos (Galicia, León, Cataluña). Alfonso VI ofreció facilidades para que los judíos procedentes de las taifas se asentaran en Castilla, encomendándoles la organización del aparato fiscal y otorgándoles cargos en la corte (Yosef ibn Ferrusel). El rey aragonés Alfonso I el Batallador favoreció el establecimiento de aljamas en Aragón y Navarra y se respetó el estatus de los judíos en las zonas conquistadas a los musulmanes.

En el siglo XII comenzaron a fundarse en Castilla las bases del florecimiento cultural interconfesional que habría de desarrollarse en el siglo XIII: el arzobispo de Toledo, Raimuno de Salvetat, fundó la famosa Escuela de Traductores. En su primera etapa la escuela tenía como misión traducir del árabe al latín, pasando por el tosco borrador intermedio en romance. Las gran innovación de Alfonso X (siglo XIII) fue prestar exquisita atención a las traducciones  al romance. De este modo, los judíos españoles no sólo contribuyeron al enriquecimiento cultural y científico de Castilla -y a través de ella, de toda la Europa cristiana-, sino que colaboraron activamente en la consolidación de la lengua castellana como vehículo de expresión artística y técnica.

Sin embargo en la legislación de la época aparecen: las Siete Partidas en las que se insiste en que los judíos <<vienen del linaje de aquellos que crucificaron a Nuestro Señor Jesucristo>> y se les impone la obligación de vivir en lugar aparte y llevar una señal distintiva en la ropa; al mismo tiempo se obliga a los cristianos a respetar la sinagoga, alegando que es <<casa do se loa el nombre de Dios>>.  En el Fuero Real se prohiben los matrimonios mixtos y la convivencia de judíos y cristianos bajo el mismo techo, pero se autoriza a los judíos terratenientes a tener labradores cristianos; se prohibe el bautismo forzado y sin embargo la conversión al judaísmo se castigaba con la muerte. 

La aversión a los judíos se agudiza en Castilla, Aragón y Cataluña, donde comenzó una auténtica campaña para instarles a apostatar de su fe (en ella participaron muy activamente los frailes dominicos), culminando en la Disputa de Barcelona (1263) y presidida por el rey Jaime I.

La hostilidad contra los judíos va creciendo en los reinos cristianos. A ello contribuyen los escándalos financieros en los que se vieron envueltos algunos cortesanos judíos de Alfonso X; la difusión de calumnias de crímenes rituales y profanación de elementos cristianos (forjados en Centroeuropa) y la especialización de los judíos en profesiones impopulares (préstamos y recaudación de impuestos).

Con las guerras de los Trastámara la situación se deteriora aún más, estallando en 1391 una gran oleada de matanzas y asaltos populares a las juderías, muriendo numerosos judíos, produciéndose la huída de Castilla y Aragón lo que supuso una cuantiosa pérdida económica. Los propios reyes trataron de reconstruir las juderías y reparar los daños; Juan I de Aragón encomendó al rabino Hasday Crescas la tarea, pero la judería hispánica había sufrido un golpe mortal. Además, las conversiones forzadas constituyeron el germen del gravísimo problema de los conversos que judaizaban en secreto y que años después serían perseguidos por la Inquisición

Hasta tiempo de los Reyes Católicos se impuso en Castilla una Inquisición: la llamada <<nacional>> o <<nueva>>.

Tras la guerra civil que llevó a Isabel al trono de Castilla, ella y su esposo Fernando siguieron considerando a los judíos como <<propiedad real>> bajo su protección. Sin embargo fue la propia Inquisición la que instó a los reyes, años más tarde, a promulgar el decreto de expulsión (fanatismo religioso, expoliar los bienes de los deterrados para enriquecer las arcas del Tesoro o bien como una concesión real a las presiones populares). 

El 31 de marzo de 1492 los reyes firmaron el decreto por el cual los judíos tenían un plazo de cuatro meses para abandonar la península.

No se sabe el número exacto de los que abandonaron el país, ni tampoco el de los que conviertieron para no renunciar a vivir en la que consideraban su tierra. Los cálculos más modernos estiman el número de desterrados en unos cien mil, que se distribuyeron por todos los países que les eran accesibles: Portugal (de donde serían obligados a la conversión años después), Italia, los Países Bajos, el sur de Francia, el norte de África y, sobre todo, el Oriente mediterráneo, donde el entonces poderoso imperio turco los acogió con facilidad.

Los desterrados se llamaban a sí mismos sefardíes (o sefarditas), es decir, oriundos de Sefarad, nombre hebreo de la península ibérica.


Textos sacados del libro "Los Sefardíes. Historia, lengua y cultura" 
Autora: Paloma Díaz-Mas
Riopiedras Ediciones

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