En la ladera de un monte, con veinte casas
dispuestas a lo largo de dos calles, viven de manera aplacible un grupo de
ancianos. Entre el cultivo de pequeños huertos, la cría de gallinas y alguna
que otra oveja consumen su tiempo.
Al llegar la primavera, impulsados por una fuerza
desconocida se lanzan a la
calle. En el momento en que cruzan las puertas de sus casas
todos pierden la memoria.
Los ancianos pasan horas dando vueltas, hasta que el azar les
devuelve a sus hogares.
El destino, caprichoso, quiso que a principios de
un verano, un político que iba camino a un mitin pasara por allí y al ver a los
viejos dando vueltas sin parar, pensara que se trataba de alguna manifestación
no autorizada. Detuvo el coche y envió a su secretario.
Éste poco pudo averiguar. Los ancianos no supieron
decirle qué hacían en la calle y al preguntarles por qué no volvían a sus casas
se encogían de hombros y continuaban con su paseo.
El político, pensando que no llegarían a tiempo
para comenzar su arenga mandó arrancar el coche.
A poca distancia de allí, en la cima del monte, descubrió
a un grupo de soldados dormitando.
¡Malditos vagos! le oyó decir el secretario, para
acto seguido dirigirse al oficial al mando y ordenar que se enviara una
patrulla al pueblo.
Así se hizo. Seis soldados fueron destinados a la
aldea.
Una misión difícil de cumplir. La simpatía de los militares
por los viejos creció. Les ayudaban en sus tareas, comían y pernoctaban con
ellos y, cuando se perdían eran acompañados de vuelta a casa. Empresa
complicada, pues como ninguno recordaba cuál era su hogar, pasaban la noche en
otra vivienda que no era la suya, y con una pareja que no les correspondía.
Con la llegada de las primeras lluvias los ancianos
se recluyeron en casa y los soldados abandonaron la aldea.
El oficial al mando elaboró un informe.
Eran tiempos revueltos en el país y como las cosas
no estaban para ocuparse de un grupo de viejos desmemoriados, el escrito se
archivó.
Durante un tiempo permaneció en el olvido, hasta
que, con el cambio de gobierno y la llegada de nuevos políticos, se descubrió
en un cajón.
En él se mencionaba, con precisión castrense, las
peripecias de un destacamento militar que pasó un verano en un lugar de difícil
localización. Redactado como un cuaderno de bitácora revelaba cronológicamente
la cotidianeidad de la vida en la aldea.
El hecho intrigó tanto que los nuevos gobernantes
decidieron enviar una expedición para evaluar las circunstancias.
El comité de sabios, que así llamaron, reunió a médicos,
físicos y químicos; astrónomos y curas. Un año tardaron en analizar los
pormenores del pueblo y a sus habitantes, sin descubrir las causas por las que perdían
la memoria.
El gabinete de crisis al no encontrar ninguna
explicación lógica decidieron, en un alarde de imaginación, teñir cada casa de
un color distinto. El gasto no sirvió para nada y los viejos seguían perdidos.
Posteriormente dibujaron animales en las jambas de las casas. Nada. Probaron
con frutas y verduras… El presupuesto se iba incrementando y la prensa criticaba
cada día ese despilfarro.
Fue entonces cuando los Tecnócratas, que gobernaban
en coalición, decidieron destruir los accesos al pueblo y borrar sus coordenadas de mapas y libros.
Poco a poco todo el incidente cayó en el olvido.
Sin embargo, quien a mí me contó la historia asegura que una noche de verano,
al regresar de las vacaciones y tras perderse apareció en una aldea donde todos sus habitantes, octogenarios,
deambulan de sol a sol por las únicas dos calles que configuran el pueblo.
© Carmen Dorado Vedia
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