jueves, 25 de septiembre de 2014

UTOPÍA PARA MAYORES



En la ladera de un monte, con veinte casas dispuestas a lo largo de dos calles, viven de manera aplacible un grupo de ancianos. Entre el cultivo de pequeños huertos, la cría de gallinas y alguna que otra oveja consumen su tiempo.

Al llegar la primavera, impulsados por una fuerza desconocida se lanzan a la calle. En el momento en que cruzan las puertas de sus casas todos pierden la memoria. Los ancianos pasan horas dando vueltas, hasta que el azar les devuelve a sus hogares.

El destino, caprichoso, quiso que a principios de un verano, un político que iba camino a un mitin pasara por allí y al ver a los viejos dando vueltas sin parar, pensara que se trataba de alguna manifestación no autorizada. Detuvo el coche y envió a su secretario.

Éste poco pudo averiguar. Los ancianos no supieron decirle qué hacían en la calle y al preguntarles por qué no volvían a sus casas se encogían de hombros y continuaban con su paseo.

El político, pensando que no llegarían a tiempo para comenzar su arenga mandó arrancar el coche.

A poca distancia de allí, en la cima del monte, descubrió a un grupo de soldados dormitando.

¡Malditos vagos! le oyó decir el secretario, para acto seguido dirigirse al oficial al mando y ordenar que se enviara una patrulla al pueblo.

Así se hizo. Seis soldados fueron destinados a la aldea.

Una misión difícil de cumplir. La simpatía de los militares por los viejos creció. Les ayudaban en sus tareas, comían y pernoctaban con ellos y, cuando se perdían eran acompañados de vuelta a casa. Empresa complicada, pues como ninguno recordaba cuál era su hogar, pasaban la noche en otra vivienda que no era la suya, y con una pareja que no les correspondía.

Con la llegada de las primeras lluvias los ancianos se recluyeron en casa y los soldados abandonaron la aldea.

El oficial al mando elaboró un informe.

Eran tiempos revueltos en el país y como las cosas no estaban para ocuparse de un grupo de viejos desmemoriados, el escrito se archivó.

Durante un tiempo permaneció en el olvido, hasta que, con el cambio de gobierno y la llegada de nuevos políticos, se descubrió en un cajón.

En él se mencionaba, con precisión castrense, las peripecias de un destacamento militar que pasó un verano en un lugar de difícil localización. Redactado como un cuaderno de bitácora revelaba cronológicamente la cotidianeidad de la vida en la aldea.

El hecho intrigó tanto que los nuevos gobernantes decidieron enviar una expedición para evaluar las circunstancias.

El comité de sabios, que así llamaron, reunió a médicos, físicos y químicos; astrónomos y curas. Un año tardaron en analizar los pormenores del pueblo y a sus habitantes, sin descubrir las causas por las que perdían la memoria.

El gabinete de crisis al no encontrar ninguna explicación lógica decidieron, en un alarde de imaginación, teñir cada casa de un color distinto. El gasto no sirvió para nada y los viejos seguían perdidos. Posteriormente dibujaron animales en las jambas de las casas. Nada. Probaron con frutas y verduras… El presupuesto se iba incrementando y la prensa criticaba cada día ese despilfarro.

Fue entonces cuando los Tecnócratas, que gobernaban en coalición, decidieron destruir los accesos al pueblo y  borrar sus coordenadas de mapas y libros.

Poco a poco todo el incidente cayó en el olvido. Sin embargo, quien a mí me contó la historia asegura que una noche de verano, al regresar de las vacaciones y tras perderse apareció en una aldea  donde todos sus habitantes, octogenarios, deambulan de sol a sol por las únicas dos calles que configuran el pueblo.

 © Carmen Dorado Vedia

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