miércoles, 9 de julio de 2014

IBRAHIM




... esperó otros siete días, y al
cabo de ellos soltó otra vez la paloma,
que volvió a él a la tarde, trayendo en
el pico una ramita de olivo...
GÉNESIS, 8:10

A los niños árabes


EL vestíbulo del hospital es un ir y venir de gente que corre sin dirección, camillas cruzadas en los pasillos, ruido de ambulancias, y heridos, muchos heridos. Los gritos de los pacientes marcan el paso del tiempo. Pronto será de noche.

Las explosiones de las bombas hacen temblar las paredes. Ibrahim, ajeno a todo, permanece aferrado a su paloma y mira con curiosidad el aleteo de batas blancas. Asoma la cabeza para averiguar algo, pero un enfermero cierra la puerta. No le gusta esa gente, le pone muy nervioso. Mientras su padre discute con los médicos, el niño empieza a notar los pies inquietos, el suelo se ablanda, a cada respiración los pulmones se oprimen un poco más. Uno de los deslucidos fluorescentes parpadea y anuncia que el generador pronto dejará de funcionar.


Fue durante una tarde de verano, mientras su familia hacía la siesta, cuando Ibrahim, absorto en sus juegos, vio un ave que describía círculos en el aire hasta posarse en un olivo. Unos ojos negros rodeados de un disco amarillo le observaban desde la altura. El niño se acercó para acariciarla. Era una paloma de plumaje suave y abundante que mantenía su cola plegada y el cuello erguido. Pensó que quizás tendría sed y le llevó agua. Cuando la vasija estuvo vacía, el ave levantó el vuelo y, a contraluz, fue a perderse en el horizonte.

El pequeño quedó tan impresionado que, creyendo haber visto a un ángel, corrió a decírselo a sus padres.

Aquella noche, en sueños, ascendió sobre los tejados de la aldea acariciado por la brisa, divisó los campos de trigo, los viñedos y olivos, el mar y a los pescadores; vio a sus padres en la playa y a otros niños que, como él, jugaban con las nubes.

A la mañana siguiente, mientras desayunaba en el patio, una sombra se interpuso en el sol. De nuevo una paloma, aunque esta vez parecía desorientada. Tras unos minutos, larguísimos para Ibrahim, el ave volvió al árbol donde la tarde anterior le había dado de beber. Padre e hijo se levantaron y descubrieron que se trataba de un ejemplar joven con un ala rota. Allí mismo la curaron, pero tenían que darle cobijo. Construyeron un palomar orientado hacia el Este, a fin de que los vientos dominantes y las lluvias quedaran a la espalda, y lo pintaron de blanco como había deseado el niño. En la aldea fue un acontecimiento y la envidia de sus compañeros de colegio. Todos querían ir a su casa y compartir con él las tareas de limpieza.

Tuvo que transcurrir algún tiempo hasta que el ave volara de nuevo. Primero en vuelos cortos, concéntricos, hasta que los círculos se fueron haciendo cada vez más grandes, y desaparecía durante varias horas. Siempre volvía con el atardecer.

Una noche de luna llena Ibrahim se fue a dormir sin que su paloma hubiera regresado. En sueños les perseguía un halcón de grandes garras, pero en la lucha final escapaban de su captor.

Despertó con el silbido de las primeras bombas, que se precipitaron sobre la aldea sin que las alarmas hubieran funcionado. Las explosiones les sorprendieron en casa y, sin apenas tiempo para correr hacia el refugio, la pared del patio les cayó encima. De allí rescataron al niño y a su paloma.


En el hospital el ruido de las sirenas anuncia un nuevo ataque. Vuelve el nerviosismo, Ibrahim escucha gritos de dolor y empieza a temblar, en sus pulmones ya no entra el aire. Al fondo del pasillo aparece su padre acompañado de un hombre. Se acercan hasta él. Lo intentan poner en pie, cae. Siente las manos del médico en su frente, nota su aliento espeso, pegajoso.

-¡Rápido, oxígeno!

Le coge en brazos, recorren un laberinto de enfermos, vendas y gasas, bolsas con ropa y desperdicios. Las paredes están sucias y huele a éter.

Entran en una sala con grandes focos, en el centro hay una cama. Le ponen una mascarilla, busca a su padre y al ave, pero no los encuentra.

Los restos de una intervención anterior marcan la premura. A pesar de que le han tapado con una manta comienza a tiritar. Una mujer se acerca y le toma de la mano. La luz se vuelve difusa, como en un día de niebla, y ve el contorno de su paloma; entonces Ibrahim se duerme acunado por unas grandes alas, es un sueño dulce; por primera vez en su cara se dibuja una sonrisa.

    

Del libro Tras las huellas de Sherezade
Autora Carmen Dorado Vedia
Colección El pez volador

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