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stoy al servicio de un anciano
acaudalado y excéntrico. Soy actriz. Cada noche me caracterizo en el personaje
de un cuadro. Al principio interpretaba con otros actores diferentes obras,
pero desde hace un tiempo el jefe está obsesionado con un solo pintor y me hace
repetir una y otra vez la Dama del Armiño, de El Greco.
No tengo ningún problema. Incluso he
llegado a adoptar de forma tan natural la pose de la dama, que sus invitados me
pellizcan la cara, rozan mi mano y, alguno ha intentado besarme. Yo permanezco
impasible. Lo que peor llevo es el humo de los puros.
Al terminar la velada, me dirijo a mi
cuarto (vivo en la mansión) me despojo del pañuelo, de la piel que cubre mis
hombros, guardo celosamente los anillos y me quito los polvos de arroz de mi
cara.
El trabajo está bien remunerado y de
vez en cuando encuentro una pulsera o un anillo de diamantes sobre la almohada.
Estos días ando algo preocupada,
parece que al viejo ya no le emociona mi representación. Además, ha llegado a
mis oídos que ha desempolvado un viejo cuadro y que está buscando quién lo
represente. Me han dicho que se trata del Martirio de San Esteban. Desconozco
el cuadro, pero si tanto éxito he tenido con la Dama, creo que bien podré caracterizarme de un
santo. Los criados me dicen que no, que no lo haga. Me cuentan que los actores
anteriores que representaron ese papel desaparecieron misteriosamente. No
entiendo sus reticencias, una buena actriz debe interpretar toda clase de papeles.
Esta noche, después de la cena, hablaré
con él.
© Carmen
Dorado Vedia
Publicado en el número 1 de la Revista Akelarre Literario.
Diciembre 2014
www.akelarreliterario.com
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