jueves, 11 de julio de 2013
SHEREZADE EN EL SIGLO XXI
Carmen Dorado Vedia
Talleres de escritura creativa Clara Obligado, Madrid,
2013, 72 páginas.
“Eu tamén navegar”. Sí, este verso que
muchas mujeres de mi tierra han adoptado como lema de sus reivindicaciones
liberadoras y con el que la poeta gallega Xohana Torres cierra su poema
“Penélope” (“Existe a maxia e pode ser de todos. (…) Eu tamén navegar”), me
viene a la cabeza y al corazón nada más
abrir este libro de Carmen Dorado Vedia, su primer libro en solitario, una
singular e irrepetible singladura por esta magia, verdad y emboscada que es la
literatura. Carmen Dorado, cual Penélope, después de tejer y destejer palabras
escritas que aspiran a crear belleza en talleres literarios, navega ahora en
solitario y lo hace no solo por este engranaje que es la vida, como se ha
escrito, sino por uno de sus territorios con rutas cargadas de ensueños y
también de tiempos arduos y violentos.
Nada tiene de extraño que Carmen Dorado que
creció al calor de los cuentos de “aquella que reina y domina”, la legendaria
reina persa Sherezade y que ha viajado por Oriente Medio, embrujada por la
magia y la cultura de los países que conforman esas geografías, nos brinde en
este su primer libro un ramillete de historias que arrebatan con un componente
fantástico, que nos hacen olvidar el tedio y la facticidad del mundo, como le
aconteció al sultán persa del libro de los Mil
mitos. Historias, no obstante, que pese a su tonalidad fantástica, no
escamotean la realidad del hoy convulso mundo árabe.
En once relatos y, acompañando a sus
protagonistas, amalgama Carmen Dorado amaneceres con sombras tejidas con hilos
de luna, que esconden en sus entrañas el miedo y la evaporación de la alegría
ante el atavismo familiar que ata a un fantasma
a la joven Mariam. Inverosímiles jardines que llenarían de esplendor el
desierto, pero en los que a la postre el capricho humano provoca que sus venas
de agua se conviertan en penas disfrazadas. O el legado milenario de las
tradiciones del pueblo, destruido por la riqueza efímera y que, sin embargo,
debe perdurar en los chiquillos que escuchan el cuento por boca del sabio.
También la lectura que hace la autora de Sherezade: la abuela que narra
historias, como Sherezade, pero no al sultán, sino a la misma muerte. Y la
invitación a que cada uno de nosotros escribamos un cuento, porque todos somos
ladrones de palabras, narradores de la noche y hemos de aportar nuestra
historia al libro inacabado de Sherezade.
Mas conviene reiterarlo: Carmen Dorado no
hurta ni relega en sus relatos la verdadera realidad de los pueblos árabes. No
todo es bello, suntuoso, con noches de amor y de ensueños. No todo es oro,
incienso y mirra, sedas, perfumes y piedras preciosas. Sus relatos reflejan
también la otra cara de la moneda, los cuentos que Sherezade tendría que contar
hoy al sultán: la violencia, los gritos de dolor, el ruido aciago de las
sirenas… recordándonos la nefasta y trágica situación de muchos de estos
pueblos. Y en efecto, entre sus historias también está presente el fanatismo
islamista, la violencia bélica o quizás sectaria que se ceba con inocentes,
como Ibrahim y su paloma. Así como la espeluznante
historia de Zaniam, el limpiabotas, que recibe como pago las botas de los
soldados muertos, hasta que las suyas, bien lustradas, emergen del hoyo abierto
por la detonación.
Prosas enramadas con los primores de la fantasía, con
imágenes extraídas de paisajes y ensoñaciones orientales, pero también de la
brutalidad de la guerra, de la violencia y del fanatismo. Con ellas atavía la autora su colectánea de relatos, muy
narrativos desde mi punto de vista, preñados de tramas con una fuerte
denotación simbólica que invita al lector a leerlos como fábulas. Como ya he
dicho, los cuentos-fábulas que “aquella que reina y domina” le contaría hoy al
sultán en la cámara real. Originales recreaciones que retratan la fantasía, el
ensueño y la desventura y tragedia, para
añadir al antiguo libro persa de los Mil
mitos.
Francisco
Martínez Bouzas
Carmen Dorado Vedia |
Fragmentos
“Era
una hermosa mañana de junio, deseché los pensamientos oscuros. Me di un paseo
por las calles de la Medina. Había terminado el agobiante Ramadán y la ciudad
parecía revivir. Me senté en un café y tomé un té acompañado de unos
pastelillos de miel y pistachos. Pedí el periódico. Nada inusual. La contienda
Norte Sur. Materias primas contra productos manufacturados. Y en medio, nosotros, comprando y vendiéndolo todo,
compadreando y cultivando todas las artes. Afortunadamente, porque de lo contrario,
nuestro oasis de tolerancia hubiera quedado arrasado por los fanáticos. Y
hablando de fanatismo, un grupo de muyahidines dobló la esquina, pasaron a mi
lado como la langosta, aniquilando toda posibilidad de diálogo y entendimiento.
El que parecía dirigir la marcha me miró con ojos relucientes y gritó:
-¡Usa
la lengua del Corán!
Puse
cara de pecador arrepentido y doble el periódico. La horda me olvidó y trasladó
sus afanes proselitistas al siguiente cafetín.”
…..
“La
noche ha sido muy fría. El invierno está siendo especialmente duro con la
ciudad. Los cortes de luz y la escasez en el suministro de gas no facilitan las
cosas.
En
su casa, extramuros, un hombre intenta afeitarse frente a los restos de un
espejo. El resplandor de los focos, que se cuela por la ventana, hace vibrar
las sombras de la habitación.
Apenas
puede abrir los ojos, ha pasado mala noche. Los ruidos de las sirenas no le han
dejado conciliar el sueño, aunque tampoco anhela quedarse dormido, de nuevo
surgirán las pesadillas.
Tiene
que despejar su mente, pronto vendrán por él. Un día más, piensa, pasará la
mañana en la base militar. Traducirá los interrogatorios, transcribirá los
informes, tiene que subsistir. En eso consiste su vida desde hace…ya no lo
recuerda. Echa de menos sus libros, su trabajo…su biblioteca. Si pudiera dar
marcha atrás, si pudiera elegir.”
…..
“La
vacía tarde de primavera en que descubrí mi antiguo cuaderno de viajes me llevó
a evocar aromas, sonidos, gentes, lugares y paisajes de primaveras pasadas. Lo
abrí. De entre sus páginas cayó una flor, y comencé a llorar.
Lloré
por el desierto y sus moradores, por el límpido Éufrates y las aldeas que baña;
lloré por Palmira y sus ruinas de oro y mármol; por Damasco, por sus zocos, y
los imaginé vacíos; lloré por sus mezquitas, por el canto del almuédano, y
añoré el dulce despertar que me proporcionaba; lloré por los niños que jugaban
al pie de la Ciudadela; por Luis, Mohammed y Maher, nuestros guías; lloré por
Mustafá y Víctor,mis proveedores de sedas y perfumes, por papá Abdalá y sus
dagas damascenas; por Huda y Lina, siempre dispuestas a ayudarnos; por Safia,
que una tarde lluviosa nos llevó en su coche hasta el hotel; y lloré por los
niños que en la entrada de las Ciudades Muertas me obsequiaron con la flor que
ahora reposaba entre las páginas de mi diario. Sentí infinita conmoción, infinita
lástima y con esas lágrimas restauré el mosaico de mis recuerdos.”
(Carmen Dorado Vedia, Tras las huellas de Sherezade, páginas
26, 57, 71-72)
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